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El peligro de McLuhan

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Hace unas semanas comenté que tuve oportunidad de participar en el congreso McLuhan Galaxy Barcelona 2011, co-organizado por las universidades Pompeu Fabra y Oberta de Catalunya a fines de mayo. El evento estuvo muy interesante y lleno, sobre todo, de buenas conversaciones. La infraestructura de ambos campus que pude visitar era de primera y ciertamente envidiable, muy por delante de las universidades que he podido conocer en América Latina (La ciudad, por supuesto, ayuda muchísimo. Barcelona ofrece un sistema de transporte público que incluye buses articulados, tranvía, subterráneo, bicicletas de acceso público y taxis organizados, infraestructura urbana de por sí envidiable). Dos edificios muy modernos en el distrito barcelonense de la innovación albergaron, apropiadamente, largas discusiones sobre las consecuencias de la modernidad.

El clímax del evento, ciertamente, fue la presentación de Manuel Castells al cierre del segundo día. Aunque no presentó material significativamente nuevo (por lo que me comentaron, presentó una serie de ideas que pueden encontrarse distribuidas entre La era de la información y La galaxia Internet), el manejo de Castells de la información fue abrumador, así como su capacidad para referir a información empírica de estudios sobre los temas de los que hablaba. Fue una introducción general a ideas suyas, seguida de preguntas sorprendentemente interesantes para el calibre de lo que uno suele escuchar en congresos y conferencias. El quote de oro fue sobre la relevancia de los medios sociales en la gestación de los nuevos movimientos sociales y políticos que emergen en diferentes lugares del mundo: “No se trata de que ‘la revolución sea twitteada’. Sino que, sin Twitter, ya no hay revolución”.

Todo esto era, por supuesto, en el marco de la celebración del centenario de Marshall McLuhan, sobre como bien sabrán suelo hablar bastante. Y en realidad, empiezo a pensar que debería dejar de hacerlo. Pues una de las líneas centrales que atravesaron el evento fue, justamente, la exaltada celebración del canadiense (y no lo digo decorativamente: su carácter de canadiense fue elemento central de las discusiones probablemente más de lo realmente necesario). Con la participación de muchos de sus colaboradores y más distinguidos discípulos, la cosa por ratos se volvía anécdotica, casi pastoral, conforme recordaban historias sobre cómo era Marshall y se preguntaban cómo Marshall evaluaría las cosas que pasan hoy – o, más aún, cómo vería sus predicciones cumplidas años después.

Pero todo esto, en realidad, me termina pareciendo un poco peligroso. Como un autor que está recién empezando a ser explorado con seriedad y detenimiento, y como un autor que ofrece multitud de capas de interpretación posibles, uno tranquilamente podría pasarse la vida leyendo, dilucidando, descifrando e interpretando la obra de McLuhan. Pero eso sería (1) aburrido, desde mi punto de vista personal, y (2) anti-mcluhaniano. Me parece que en los próximos años podríamos empezar a ver que ocurre con McLuhan algo similar a lo que se puede ver que ocurre en años recientes con autores como Lacan o Heidegger: que desarrollan una feligresía apasionada, dedicada a encontrar dentro de los textos del maestro todas las respuestas y a reinterpretar todo aporte posterior como aclaraciones o notas al pie a la obra del maestro. Y, de nuevo, eso me parece soberanamente aburrido.

Definitivamente he encontrado en la obra de McLuhan ideas sumamente interesantes y una cantidad de posibles vínculos teóricos que vale mucho la pena explorar. Pero eso no quiere decir ni por asomo que el asunto se acabe allí, ni siquiera que empiece por allí. Ni siquiera estoy terriblemente interesado en explorar qué dijo McLuhan o por qué lo dijo – cuestiones exegéticas que me parecen secundarias, si no terciarias – sino que me interesa más ver qué podemos tomar de su arsenal conceptual para ayudarnos explicar ciertos patrones y fenómenos, y cómo podemos retomar plásticamente sus conceptos para juntarlos con otros que a su vez sean explicativos, útiles, interesantes.

Así queda entonces, para mí personalmente, la advertencia de que este camino podría volverse altamente probable (y tentador por ser potencialmente fácil de recorrer). Y también la constatación de que no quiero ir por ahí, por el camino del filósofo-profeta cuyas escrituras deben ser interpretadas. Que es, justamente, lo que me parece más mcluhaniano (obviamente diciendo, con todo esto, que no quiero ser tal cosa como un “mcluhaniano”), en el sentido de una frase que McLuhan repetía continuamente: “no quiero que me crean, quiero que piensen”.


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